Amor Empíreo
Cuando el tiempo, la verdad y la ciencia se encuentran con el corazón.
Un reencuentro en Puerto Rico
que se volvió para siempre…
Se conocieron en Facebook justo cuando la vida los trajo de vuelta a casa: Héctor regresaba a Puerto Rico tras doce años fuera y Jennifer había vuelto después de diez en Texas. Tenían amigos en común, él le escribió y, en la primera conversación, mencionó su reciente regreso a la isla—detalle que a ella le llamó la atención porque compartían el mismo “volver”. Jennifer se dijo: “¿Cada cuánto conoces a un neurocientífico en Puerto Rico?” La curiosidad le ganó y aceptó cenar el 20 de abril de 2024. Héctor bajó desde Arecibo; Jennifer, fiel a su estilo, llegó tarde, con la goma ponchada y rendida, pero con una honestidad y un encanto que iluminaron la noche. Compartieron cena, caminaron por la Calle Cerra y se despidieron; él se fue pensando que ahí había algo distinto.
Él quiso más y empezó a invitarla a varios planes que ya tenía en agenda. El fin de semana siguiente, sus amigas le cancelaron una noche de chicas y, por casualidad, Héctor estaba en un bar con sus amigos. La invitó a unirse y esa noche lo cambió todo: rieron, bailaron y se reconocieron en una conexión recíproca que ninguno quiso soltar. Desde entonces casi no se separaron. En año y medio viajaron a más de catorce destinos, coleccionando ciudades y primeras veces; construyeron un ritmo intenso y vital: deportes nuevos, madrugones para entrenar, conversaciones sin filtro, sueños ambiciosos y risas que no se acaban. Jennifer suele sumarse a la misión de Héctor de aportar a un Puerto Rico mejor y más seguro; juntos han ido encontrando una forma de vida que es salvaje, hermosa y profundamente suya.
Con el tiempo buscaron una palabra que quedara más grande que “amor”. Llegaron a Amor Empíreo: donde emoción y razón se encuentran, donde arte y ciencia se abrazan, donde algo familiar se siente infinito; como si dos almas se reconocieran mucho antes de cruzarse. No es solo pasión: es claridad, propósito y una certeza que trasciende el tiempo.
La propuesta fue de película. El jueves 18 de junio, en Boston—viaje mitad trabajo, mitad fin de semana de boda—la novia le había pedido a Jennifer ayuda para escoger el lugar perfecto de la ceremonia. Al atardecer en el muelle, el cielo se volvió dorado. Héctor había acordado con sus amigos que, cuando dijera “Qué atardecer tan hermoso”, sería la señal para arrodillarse. Pero la amante de los atardeceres fue más rápida: lo dijo ella primero. Él sonrió, lo tomó como un guiño del destino, se puso de rodillas y le pidió la vida. Esa misma mañana, Jennifer le había preguntado si creía en el amor perfecto. Él, que a veces calla para pensar, respondió al fin con el anillo en la mano: “Sí. Un amor puede ser perfecto—y este es nuestro amor perfecto”. Y desde ese instante, empezó su para siempre.

